¿Cuántas veces has escuchado la típica frase de “volver a nuestras raíces“ o “hacer un viaje al pasado”?, ¿cuántas veces has ignorado estas frases sin ponerte a pensar en su significado? Pues en este viaje que hicimos a Puebla pudimos caminar durante horas a través del tiempo, en una ciudad que pensándolo bien es completamente desconocida. Muchas veces hemos pensado que Puebla es una parte del escenario de la historia de México, y nos ponemos a pensar en sucesos como La Batalla de Puebla, y que es memorable por ello, sin embargo no quitamos el telón por completo. Su historia es mucho más que eso, se remonta hasta nuestros orígenes, a un México joven que comenzaba a estructurarse, que comenzaba a vivir, a nacer. Lo que logramos ver ahí es sorprendente, fue el choque de culturas: la indígena y la española. Cómo la religión católica consumía todo a su paso, y aquello que apenas se pudo rescatar, de lo que hoy en día es solo una esencia de lo que fue, es todo aquello que se mezcló con la nueva religión que impusieron los conquistadores. Hoy en día las culturas indígenas no se conservan con todo el esplendor que tuvieron alguna vez, son solo las ruinas, la sombra, el fantasma de lo que alguna vez fue. Actualmente esas culturas no son puras, lo que se logró rescatar, lo que no fue consumido, se adhirió a la fe católica haciéndose una sola. Muchos de los lugares que visitamos son una prueba de esto.
Crónicas: La travesía a Puebla
Convento de Huejotzingo
Al llegar ahí, los rayos del Sol jugueteaban a esconderse de los visitantes. Se escondían y se asomaban como si fuera un juego o una lucha de poder a poder contra las nubes. El frío era apenas notorio, dominaba en nosotros la curiosidad de lo que se presentaría aquí.
Al llegar al Convento de Huejotzingo se veían entre las copas de los árboles los volcanes: Popocatepetl e Iztaccihuatl. Se veían distintos a como normalmente los vemos, parecía que habíamos atravesado un espejo y que ahora nos movíamos del otro lado, como si nos hiciéramos parte del reflejo de la Ciudad de México. Al entrar al convento se confirmaba nuestro viaje interdimensional ya que era como estar en otro tiempo, como si la brisa nos susurrara la historia que en los muros se albergaba, nos hacía vivirla. Era aterrador sabiendo lo que sucedió en aquella época. Nos reunieron en el centro del atrio, que es como un cruce de cuatro caminos, que llevan a distintas direcciones del convento.
En su centro la cruz atrial, era de piedra, tenía una corona de espinas que parecía que la sostenía. Era un tanto aterradora la imagen y a su vez cautivante. Rodeamos la cruz atrial y oímos la historia y la descripción del lugar.
Me pareció reconocer el lugar por todo lo visto en clase, parecía envolverte, hacerte sentir que tú viviste en esa época. El convento estaba constituido por un edificio que era la iglesia y a su lado había una capilla abierta, antiguamente utilizada para evangelizar a los indígenas, pues ellos no aceptaban hacer celebraciones en la oscuridad de un recinto, no estaba en su naturaleza, así que hacían misas al aire libre. La capilla tenía arcos romanos. Al otro lado, había unas capillas pozas en donde los frailes hacían representaciones para apoyar su tarea evangelizadora. El convento pertenecía a los grupos evangelistas franciscanos. El estilo arquitectónico del convento es Plateresco que es caracterizado por motivos vegetales, dentro de los que cabe la corona de espinas y el nombre de este sitio, pues Huejotzingo significa “Lugar de Sauces”.
Al llegar al Convento de Huejotzingo se veían entre las copas de los árboles los volcanes: Popocatepetl e Iztaccihuatl. Se veían distintos a como normalmente los vemos, parecía que habíamos atravesado un espejo y que ahora nos movíamos del otro lado, como si nos hiciéramos parte del reflejo de la Ciudad de México. Al entrar al convento se confirmaba nuestro viaje interdimensional ya que era como estar en otro tiempo, como si la brisa nos susurrara la historia que en los muros se albergaba, nos hacía vivirla. Era aterrador sabiendo lo que sucedió en aquella época. Nos reunieron en el centro del atrio, que es como un cruce de cuatro caminos, que llevan a distintas direcciones del convento.
En su centro la cruz atrial, era de piedra, tenía una corona de espinas que parecía que la sostenía. Era un tanto aterradora la imagen y a su vez cautivante. Rodeamos la cruz atrial y oímos la historia y la descripción del lugar.
Me pareció reconocer el lugar por todo lo visto en clase, parecía envolverte, hacerte sentir que tú viviste en esa época. El convento estaba constituido por un edificio que era la iglesia y a su lado había una capilla abierta, antiguamente utilizada para evangelizar a los indígenas, pues ellos no aceptaban hacer celebraciones en la oscuridad de un recinto, no estaba en su naturaleza, así que hacían misas al aire libre. La capilla tenía arcos romanos. Al otro lado, había unas capillas pozas en donde los frailes hacían representaciones para apoyar su tarea evangelizadora. El convento pertenecía a los grupos evangelistas franciscanos. El estilo arquitectónico del convento es Plateresco que es caracterizado por motivos vegetales, dentro de los que cabe la corona de espinas y el nombre de este sitio, pues Huejotzingo significa “Lugar de Sauces”.
Iglesia de Santa María Tonantzintla
El sol se iba abriendo paso a codazos entre las nubes, derramando sus primeros rayos como si fuera nuevos, recién nacidos, rosando por primera vez en el día una tierra repleta de historia, un pasado que ella misma olvidó. Al llegar a la iglesia parecíamos envueltos en un sueño de infantil y antiguo, los rayos de sol que comenzaban abrasarla como una vieja amiga de otra vida, la luz realzaba los colores que le daban vida. Era como una ilusión ver aquellos colores ignorando su significado. Al entrar en su interior también parecía reconocer aquel lugar, como de una antigua vida, aferrando más mi alma al pasado de una región que no conocía, que aunque fuera del mismo país tenía frontera con la ciudad de donde venia. Era injusto, envolverte en la historia de un lugar que no era propiamente tuyo. Los muros de aquella iglesia eran de estilo barroco, estaban saturados de imágenes o esculturas. Y aunque sabía que el barroco es caracterizado por ello me sorprendía ver tantas imágenes llenando una sola pared, con muchas historias que contar. El barroco de ahí lo llamaban Tipic, así se le denominaban a todos los colores y las formas.
Aquel lugar es llamado Santa María Tonanzintla, que significa “Lugar de Nuestra Madre”, porque cuando los franciscanos llegaron a evangelizar portaban la imagen de la Virgen María, la cual, a los ojos de los indígenas, era una representación de la Tonatzin, quien era una diosa indígena, la madre Tierra, que ahí era adorada. Los franciscanos aprovecharon eso para evangelizarlos y los obligaron, de alguna manera, a construir sus templos. Y se sorprendieron de la arquitectura que utilizaron los indígenas para la construcción del templo. Indignados, pensando que aquello era una burla hacia la fe católica, les cuestionaron el porqué habían construido de aquella manera y los indígenas respondieron que era una fusión entre ambos cielos, entre ambas cosmovisiones.
Cada símbolo o escultura que ahí habita tiene una doble perspectiva. Por ejemplo: el Espíritu Santo también simboliza a Quetzalcóatl, los ángeles o más bien niños podrían verse como el Calendario Lunar, los caracoles simbolizaba para los católicos la pureza pero para los indígenas representaba la igualdad, lo femenino y lo masculino; las espadas para los indígenas simbolizaba al dios de la guerra. Los colores que adornaban y daban vida a aquellos muros también simbolizaban algo. Por ejemplo: el rojo significaba sacrificio, el amarillo vida, y el azul agua. Y las formas o esculturas, todo tenía su significado; las flores representaban los 365 días del año y el cacao la abundancia. Lo llamativo de ese lugar es que todo tenía dos caras, doble personalidad, una máscara. Se puede ver ambas cosmovisiones en una, fundidas, sin fronteras que las ataran. Para los indígenas había once cielos, y el preferido de ellos era el noveno, el cielo de Tlaloc, al que iban todos aquellos que morían ahogados o por alguna muerte relacionada con el agua, en este cielo volvías a ser niño, por eso era el preferido. Por ello el cielo católico era representado por niños. El cielo era Tlaloc. En el siglo XIX se colocaron en los muros de la iglesia los cuadros religiosos y los adornos célticos.
Biblioteca Palafoxiana
El día se desenvolvía en el rumor de una historia secreta, de un pasado distante y ya no tan desconocido. El sol parecía consumir los recuerdos que allí habitaban, sofocando un pasado que quería mostrarse y sin embargo no lo lograba en toda su totalidad, pues para conocer los acontecimientos que ocurrieron antes, no se logra en unas horas. Estábamos a los pies de una biblioteca en la que albergaban libros de un pasado que se acercaba cada vez más a la vida, como el recuerdo de lo vivido, dotados de conocimientos, formas de pensar, y a su vez oscuridad, un pasado siniestro.
Al entrar nos reunieron a todos en una especie de explanada y nos dividieron en grupos de veinticinco. Esperamos nuestro turno, mientras observábamos las estructuras de aquel lugar, preguntandonos qué había sucedido ahí, cuál era el pasado que lo envolvía. Cuando finalmente entramos, fue fantástico, jamás creí poderme sorprender así, Puebla estaba llena de sorpresas. La entrada a la sala o habitación era un arco enorme y extraordinario, lo más maravilloso fue su interior. Las paredes que formaban la habitación eran amplias y largas, aquellos muros repletos de libros. Libros que contenían la historia, el pasado, y que despertaron mi curiosidad, el deseo de leer, descubrir lo que en sus páginas se ocultaba conocer la forma de expresión de otra época, pues el español ha evolucionado a través de los años. Había libros en latín, supongo que eran religiosos, había de Sor Juana Inés de la Cruz, Newton, etc. Lo cual me dio más ganas de saber que secretos escondían. Había muchas clases de libros, libros de tela, pergaminos, eran libros viejos y gastado. Bajo las repisas de los muebles en los que vivían los libros, encerrados y encasillados, había unos cajones en los que los alumnos solían colocar sus mochilas para evitar la humedad y así no afectar a los libros. También habitaba en aquel lugar repleto de secretos y misterios un facistol, que era un artefacto para ordenar los libros de materias básicas, era una especie de rueda de la fortuna para libros. Era muy eficiente pues ayudaba a resumir y encontrar libros con facilidad, era una espacie de internet. Dentro de la habitación hay pequeñas exposiciones en las que están libros de exorcismo, utilizados por sacerdotes, y un libro llamado Malleus, el cual era un libro que hablaba de cacerías de brujas y fue el más vendido en su época. En el suelo había unas talaveras de color blanco y azul que venían de pueblos españoles. En aquella habitación también había un retablo de ocho quilates en donde hay un lienzo de una virgen a la cual Palafox era devoto por lo que es utilizada como ofrenda hacia él y dos escudos: uno era de la familia de Palafox y el otro de su iglesia. Palafox fue un sacerdote que dono gran parte su colección de volúmenes a la biblioteca. Es muy querido en Puebla porque además de donar libros fundo hospitales, entre otras cosas. La segunda persona que dono libros a la biblioteca fue un sacerdote llamado Francisco, quien estableció un segundo piso. Actualmente escuelas y universidades son las que le donan volúmenes de libros. La biblioteca era de estilo barroco y tenía unas escaleras en forma de “Y”.
Capilla del Rosario
El día se iba rápidamente, el sol alumbraba con un tono naranja rojizo las calles de Puebla, mientras se ocultaba tras los volcanes, aquel reflejo de nuestra ciudad hacía parecer todo una ilusión. Habíamos llegado al fin a la ultima iglesia, nos encontrábamos a sus pies esperando poder visitarla en forma breve para ir a la calle de los dulces, la única ilusión que tenían todos en aquel lugar. El sol iluminaba a la iglesia con un halo naranja rojizo, haciendo verla un tanto peculiar.En la fachada de piedra se pueden apreciar una estatua de San Miguel flanqueada por dos perros y en la parte superior una estatua de Santo Domingo. Los propios dominicos se considerarían a sí mismos como los perros pastores de la Iglesia.
Una etimología apócrifa atribuye el nombre «dominicanos» a Dómini canis (‘perros del Señor’, en latín), pero en realidad se deriva del nombre de su fundador: Domingo (Dominicus, en latín). Igualmente los dominicos han sido considerados como los perros guardianes de la Iglesia, siendo usado tal apelativo tanto como afrenta o como motivo de orgullo.
La construcción en forma de cruz está ricamente adornada con materiales dorados.